sábado, 12 de marzo de 2016

El sicario que cambió el rumbo de su vida


Por Alejandro Valencia


El Dragoncito comenzó a los 12 años a drogarse y robar; ahora tiene un albergue en donde ayuda a niños vulnerables

Clemente perteneció al cártel de los Mexicles y estuvo a punto de morir durante un motín en el penal de Samayaluca en 2010.


Clemente era un sicario de Los Mexicles, organización criminal que disputa el control de Ciudad Juárez a La Línea, Los Aztecas y a Los Artistas Asesinos. Durante 20 años, y bajo los efectos de las drogas, cometió todo tipo de delitos.

“Hice de todo, menos violar”, dice con convicción. Su estancia en diversas prisiones le permitió conocer cómo se mueve la corrupción dentro de los penales.

Hoy se dice redimido y se dedica a “predicar la palabra de Dios”.

Eso le permite confesarse y contar su historia.

Cuando tenía 12 años, a partir de la muerte de su padre, comenzó a convivir con la gente mayor del barrio.

“Usaba pastillas, marihuana, tinta para zapatos, thinner y gotas para los ojos. Perdí mi niñez, mis sueños.
En lo único que pensaba era en conseguir dinero para las dosis que costaban unos 50 varos”, lamenta. Se metía a las casas para robar aparatos electrónicos y demás objetos de valor, por lo que fue remitido varias veces al Titular de Menores.

“Mi madre siempre estaba esperándome para hacerme ver lo malo de esas personas. Lloraba cada vez que me encerraban.

Sus lágrimas me conmovían, pero sólo por un momento. Ya estando libre, las olvidaba y seguía drogándome y delinquiendo”.

Así fue por varios años hasta que a los 16 ingresó por primera vez al Centro de Readaptación Social de Juárez acusado de robo.


Desde entonces entró y salió de varias prisiones. Fue en uno de esos ingresos donde se ganó el apodo de El Dragoncito. “Mi apodo es porque al inyectarme heroína mi cuerpo experimentaba un satisfacción que hacía que mis pelos se me levantaran y mi corazón se me quería salir. Cuando llegaba a mi estómago, todo lo que había comido lo vomitaba. Por eso el apodo”.


Se le pregunta cuál fue su primer crimen grave. “Yo sé lo que se siente participar en un acto donde pierde la vida una persona, yo lo sé, no lo he olvidado”.

Dice que no recuerda el lugar, ni la fecha, aunque sí que “andaba enfiestado” con un amigo. “Ya muy locos por tanta cerveza, pastillas, marihuana, coca, heroína, nos trepamos en una troca.

A mi amigo se le hizo fácil meterse a la casa de un narco a robar”. Detalla que había armas, drogas y una familia.

Comenzaron los gritos, llegó la gente de seguridad, a la que lograron someter; pero uno lo conocía. “Si lo dejas vivo, van a buscar venganza.

Hay que desaparecerlo”, le recomendó su amigo. “Mi mente estaba en otro lado. Al mirar su rostro, oler la sangre y decidí: ‘¡qué más da!’, así que lo subimos a la camioneta.

Lo empezamos a acuchillar. El cuate me miraba a los ojos, me decía ‘mira Cleme, déjame ir, no voy a tomar ninguna represalia’. Me suplicaba pero yo no pensaba.

“Tomamos camino hacia la salida de Juárez y en un llano deshabitado nos bajamos. Le di un tubazo a la cabeza y cayó desvanecido. Dejamos el lugar, sin nadie más de testigo”.

El Cereso “es un parque”. “El Cereso es un parque de diversiones, un Disneyland para cualquier integrante de un cártel que llega detenido. Hay de todo, es más fácil conectar una dosis de cocaína, heroína o marihuana dentro que en las calles, con la ventaja de que ahí no corres peligro de que la policía te fuera a detener.

“Todo esta acordado. Las autoridades permiten el ingreso de armas, drogas y mujeres por órdenes del jefe del cártel que controla la prisión”, dice.

Comenta que, como en cualquier institución, hay rangos. “Yo era un ‘soldado’; sólo obedecía ordenes de un ‘capitán’ y de un ‘general’ que controlan todo lo que pasa al interior de la cárcel y también en las calles”.

Le encargaban “trabajitos” por lo que recibía un “sueldo” de entre 2 mil y 3 mil pesos a la quincena.

Esos “trabajitos” incluían asesinar a reos del bando contrario. Pero no todo era “party”. En octubre de 2010, apunta, casi pierde la vida durante un motín en la cárcel de Samalayuca.

“Unos 50 Mexicles nos enfrentamos a Los Aztecas con palos, tubos y pistolas de diferentes calibres. “Ellos querían matarnos junto con nuestras familias.


Era día de visita. Yo estaba con mi hermana cuando sonaron las alarmas. La encaminé hacia el túnel. Le dije: ‘pase lo que pase, no te detengas ni mires hacia atrás’”. Ella logró resguardarse en los separos. “Yo recibí dos disparos, uno en mi brazo derecho que me lo partió en dos. El segundo en el pecho del mismo lado. Tres o cuatro horas después entraron los federales y tomaron el control del penal”.


El saldo fue de 19 heridos y tres muertos del lado de Los Aztecas. De los Mexicles, solo un lesionado: él. Después de estar hospitalizado, regresó a completar la condena que concluyó en junio de 2011, pero un mes después ya estaba preso de nuevo en Aquiles Serdán por un robo.


Sin embargo, el estar al borde de la muerte, decidió buscar refugio. Lo encontró en la Biblia. Obtuvo su libertad el 9 de septiembre de 2015.


Después de dos décadas dedicadas a las drogas, robos y muertes, El Dragoncito se dice arrepentido por todo lo que perdió: ver crecer a sus sobrinos, formar una familia. Afortunadamente, apunta, le queda su madre. Por ella creó una casa-hogar en la que ayuda a menores y jóvenes que, como él, están a punto de perder el rumbo. Les cuenta esta historia, la suya, para que aprendan y no cometan los mismos errores.

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